La Ruta





 Al principio estaban contentos. La ruta significaba no solo progreso, sino unión; pertenecer de una vez por todas al mundo que se encontraba más allá de la pampa. El pueblo celebró con júbilo la noticia de la construcción de la ruta sobre nuestro viejo e histórico camino de ripio. Por un lado, la polvareda de los autos que se animaban a la aventura de adentrarse hasta nuestras tierras o al menos a pasar de largo para ir a Ingeniero Prairie, se extinguiría con los primeros trabajos. Por otro lado, una vez terminadas las obras, se estaría a no más de media hora de la capital, lo cual exaltaba a los niños, ocupaba a los adultos y llenaba de una vaga melancolía a los viejos.
Yo fui el único receloso (al menos el único que lo declaro abiertamente) de que nos uniéramos a los demás pueblos, de dejar de ser como una cosa aislada, preservada de los cambios que en esos años se daban con una rapidez atemorizante. No hacía mucho que la televisión había sacado de la calle a los chicos. Los juegos de la plaza mayor cada vez estaban más abandonados y hasta los árboles, sin escaladores que los desafiaran, los árboles más grandes y más viejos de toda la provincia, se secaron el último otoño, como entristecidos y no volvieron a reverdecer nunca más, presagio de un cambio para mal. Entonces, al tiempo llegó lo de la ruta e intuí, en esa apertura de nuestro pueblo al ritmo enloquecido de las ciudades, una premonición de ruina, de inevitable caída, de pérdida de lo seguro y lo sagrado. Ya nunca más estaríamos seguros, ya nunca seriamos de nuevo ese próspero pueblo que no necesitaba de los demás, que resplandecía en una pequeña pero segura economía, bienestar de ser pocos, pero honrados, simples pero efectivos.
Aun así, la ruta se construyó igual y en un par de meses estuvo lista. Cruzaba al pueblo por la mitad, y por primera vez sentí como una separación de partes, como si una herida profunda y repentina se hubiese abierto en nuestro pueblo. La cicatriz de cemento resplandecía y dibujaba charcos a lo lejos bajo el sol de ese septiembre en el que entre bombos y platillos el Intendente junto al Gobernador inauguraron la nueva ruta sesenta y dos, unión de Ingeniero Prairie con la Capital, unión de unos con otros y nosotros en el medio, atravesados por la ruta, sin darnos cuenta del terrible futuro que nos esperaba. 
Los primeros días la ruta nos atemorizo un poco. Tomábamos mayores recaudos al cruzar y exhortábamos a los chicos a que miraran bien, muy atentamente a cada lado antes de cruzarla. Los caminos que antes se hacían por dentro del pueblo se fueron sustituyendo por el de la ruta, necesario e inevitable camino ahora. Los menos contentos éramos pocos y tratamos de mantener nuestras costumbres como antes, sin querer casi acercarnos a la ruta. Y en caso de tener que hacerlo lo hacíamos a las apuradas, como temiendo que esa serpiente negra pudiera despertarse y tragarnos de un bocado. Pero eso duró poco, la mayoría se acostumbró a transitarla, aunque no tuviera que cruzar al otro lado del pueblo. Salían por sus calles hacia la ruta, la transitaban apenas unos metros y volvían a entrar en el pueblo.
Todos la elogiaban.
Cada día, un elogio más, una nueva pregunta.
¿Cómo habíamos vivido hasta ese entonces sin ella? ¿Cómo sin esa ruta que dormía tranquila, segura de estar cumpliendo su tarea, uniendo dos mundos mientras lentamente destruía otro, pequeño e insignificante?
La catástrofe, el desastre, no ocurrió como yo temía. El mal avanzo reptando, despacio, acechándonos lentamente, para atacar un buen día por sorpresa. Como dije antes, todos al principio vieron beneficios, en realidad beneficios vanos porque solo algunos se aventuraron a ir hacia Prairie o hacia la Capital, volviendo inmediatamente espantados de la locura, de la inmoralidad y del ritmo vertiginoso y cruel en el que se movían orgullosamente por allá. Al menos eso nos infundió orgullo, seguridad de que, aunque ya no estábamos tan aislados y con la posibilidad de caer en esos horrores, seguíamos siendo el mismo pueblo tranquilo, sereno al pie de esa pampa casi vacía. Orgullosos de nuestra capacidad de preservarnos del pecado que conllevaba el progreso allí fuera, en el mundo de cemento que se encontraba a no más de una hora de nuestras vidas. ¡Si hubiese sabido, si hubiéramos sabido que al sumarnos a lo cotidiano de estar mejor comunicados abríamos paso a una destrucción, a una separación que nadie quería en realidad pero que fue inevitable! 
Pero no lo vimos.
   No vimos que el tránsito de autos, que al principio era lento y temeroso, fue creciendo en cantidad y velocidad. Los más optimistas esperaron visitas que nunca llegaron. Los primeros que pasaron disminuyeron la velocidad para mirar mejor ese pueblito polvoriento y viejo, tan diferente a su ciudad, tan anticuado. Quizá alguno hubiese entrado si hubiésemos tenido alguna atracción turística, pero en verdad, lo único que de turismo había estaba en libros antiguos, en la pequeña y rala biblioteca del pueblo. Así entonces, cada vez más autos se entregaron a la idea de pasar a prisa, como recelosos de disminuir su velocidad, como si en nuestro pueblo hubiera habido una epidemia de alguna enfermedad terrible y se hubiese corrido la voz por todos lados. No entendíamos a esos viajantes que empezaron a mirarnos de reojo, mientras retaban a sus hijos y los obligaban a sentarse correctamente, mirando sólo hacia delante, para que no vieran perderse la ruta y ese pueblo extraño y ajeno, que se alzaba a los lados.
Súbitamente, empezaron los inconvenientes. La fila de autos era cada vez más continua y rápida. Se empezó a levantar un rumor en el pueblo como de queja. La hija menor de los Vásquez casi había sido atropellada por un camión rojo que había pasado como endemoniado, bufando su bocina sin siquiera pedir disculpas. El hijo de Estévez tuvo que correr para cruzar cuando fue a visitar a su tía, porque los autos no cesaban de pasar. Hasta yo mismo estuve, casi una hora, esperando por un resquicio, un espacio que me dejara cruzar, aunque fuera corriendo al otro lado para comprar en lo de Fernández.
Al final nos fue imposible volver a cruzar esa ruta que nos dividía ahora cruelmente, enajenada en la velocidad y la prisa. De día la columna rápida de autos se parecía mucho a un desfile de autos deportivos o por qué no a carreras de turismo carretera. De noche, se asemejaba más al tránsito de luces de navidad, si las luces fueran enormes y anduvieran recorriendo de ida y vuelta la ruta camino a Prairie o a la Capital. 
Desde entonces, desde que la ruta nos dividió en dos, nuestras costumbres cambiaron. Todas las tardes se veía interrumpir las labores del pueblo para juntarse a la vera de la ruta e intercambiar novedades de uno y otro lado. Padres e hijos. Amigos. Patrón y empleados.
Las noches en cambio fueron para las parejas. Para poemas recitados a la luz de la débil luna y de los encandilantes autos que pasaban. Neruda recitado a gritos, Cortázar ahogado entre bocinazos. Amantes que se miraban, sin atreverse a gritarse por el miedo a ser descubiertos, deseándose entre las caras inagotables de los conductores de los autos, que manejaban mientras todos los demás dormían.
Con el paso del tiempo ya nadie se arrimó a la vera de la ruta. Los amigos fueron reemplazados. Los empleados establecieron sus propios negocios. Los amantes se olvidaron y sus palabras de amor se perdieron para siempre entre los autos. 

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