Una pequeña casa en el desierto











Una pequeña casa en el desierto (una respuesta a Famous Blue Raincoat)




“Y el desierto es hermoso y piensas que tu vida es significativa durante uno o dos instantes”

Leonard Cohen




Hermano.

¿Pensarás que es una estupidez, una más de las mías venir a verte sin avisar?

 No me importa en lo absoluto, como nunca me importó nada en la vida según tu. Escribo en la esquina de Clinton Street, mientras te espero, bebiendo un horrible café negro. Tarde o temprano aparecerás, te daré esta carta que ensaye en el viaje, un último abrazo y ya no me verás más. 

Mi cigarro trata de apagarse, me asquea el sabor, pero en la estación no tenían Luckys así que me resigne a meterme en los pulmones esta mierda. Hace falta tanta fuerza para pitarlos, como si se negaran a arder, un tabaco reacio a que lo fumen, eso sí que no lo has visto nunca. 

Llegué en el último autobús, después de un viaje largo y agotador en el que tu carta me entretuvo varias veces. Tenía que tratar de entender a qué te referías con lo de Lili Marlene, vamos que más allá de lo evidente, quiero decir, entender si me estabas preguntando otra cosa, quizás la ausencia de correspondencia mientras estaba en el frente, o la displicencia que siempre te recrimine hacia nuestra generación y la guerra. Sabes, cuando estaba allá, empantanado hasta el cuello, con tantas sanguijuelas brillantemente hinchadas de la sangre que me habían sacado, allí en ese infierno pensé muchas veces en ti. Te imaginaba a mi lado, sufriendo las mismas penurias y quejándote de todo, sin entender qué era lo que hacíamos allí, peleándote con los jefes, fastidiando a los compañeros. Siempre teniendo la maldita razón sobre todo. 

No hubieses durado una semana, la incertidumbre de la muerte inminente te hubiese dejado paralizado. Eres de los que el mínimo cambio en su rutina les arruina el día, un autobús que se desvía por una calle que no está en el recorrido, el café mal preparado (como esta mierda que me estoy bebiendo), un semáforo descompuesto, cualquier posibilidad de cambio en la rutina es terriblemente destructiva para ti. Imagínate un bombardeo o una emboscada de esos malditos.  

¿Cómo puedes vivir esa rutina de catástrofe cotidiana?

Había en la compañía un sujeto parecido a ti, en lo físico más que nada, cantaba unas canciones blues que nos reconfortaban cuando los ánimos habían decaído, cuando las raciones de comida eran escasas o estaban en el puto límite de lo rancio. Se llamaba Freddy Tennyson, estudiaba abogacía en Filadelfia. Era el más alto de nosotros, quizás de todo el pelotón, tanto que el chiste era apostar que iba a ser el primero al que le volaran maldita cabeza. Llevaba el cabello rubio casi hasta las cejas, lo que le había costado numerosas reprensiones por parte de los superiores, pero había defendido su cabellera como única condición para enlistarse. Cuando no estaba de bromas, era callado y tenía los ojos más tristes que jamás había visto en ningún hombre, el resto del tiempo  era de naturaleza vivaz, un poco bromista y absurdamente optimista.  Sus padres habían muerto cuando él era pequeño y lo había criado un tío solterón al que le partió el corazón cuando él le comunicó que había sentido el llamado patriótico (siempre nos reíamos cuando contaba esa parte, sobretodo porque ninguno de nosotros habíamos sentido ese llamado y también porque sonaba a un buen lavado de cerebro), la cosa es que Freddy escupía el bocado de comida horrible y se largaba a cantar esa cancioncita sureña que decía:


Beyond the Grand Rapid, beyond the Blue River

Where crabs grow redder than hell itself

Jenny waits for me

 with her brown eyes

Jenny with the brown eyes

I know it waits for me

 beyond the Grand Rapid, beyond the Blue River

Friends, tell her to love her more than anything

More than a mattress, more than a piece of bread

Tell him while the bastards ran me down the trail

The only thing I saw beyond the horizon

It was her brown eyes

Jenny's brown eyes



Hermano, si lo hubieses oído cantar así, con la voz resquebrajada y seca, mientras estábamos hundidos en la mierda, te hubiese reconfortado hasta a ti que odias a los sureños y sus canciones de amor. Peky, nuestro comandante lo adoraba, quizás porque era el que menos se merecía estar allí. La mayoría éramos vagos y sinvergüenzas, inadaptados que habíamos ido en plan de escapar de obligaciones, novias demasiado celosas, hijos inesperados o falta de capacidad para conservar un trabajo. De los demás prefiero no hablarte, no valían un centavo fuera de las trincheras, aunque debo reconocer que allí, eran más que compañeros o familia, allí eran el mundo, lo único cuasi verdadero a lo que aferrarse. Es curioso lo que la guerra hace con los hombres, sobre todo después del tiempo inicial en el que los egos y las peleas por rangos son la única manera de no dejarse pisotear. Con el tiempo, aprendes que el que tienes al lado, superior o de menor rango, chino, polaco, negro, es lo más cercano a una familia que puedes tener, y sobre todo que aunque te pelees por un papel robado o un cigarro o una manta que no fue devuelta, por lo menos no quiere matarte como lo quiere el enemigo. A primeras Freddy fue el más odiado, por lo snob y lo optimista y torpe que era (de ahí que quizás me hacía acordar a ti) sufría que le escondieran las cosas de aseo personal o le llenaran de mierda el casco, cosas por demás naturales entre las bromas. Pero con el tiempo aprendimos a amarlo, más como un símbolo de bondad, de lo bueno que era nuestro bando, de lo que había que defender entre tanta mentira de “deber”.

Un día soleado, de esos en los que parece que te puedes reconciliar con la vida, Freddy se nos fue. No le volaron la cabeza, ni lo acribillaron, ni piso una mina. Se murió de una sobredosis, ninguno sabía que se picaba, ni que estaba tan metido hasta que ese día convulsionó frente a todos. La guerra se nos volvió insoportable, nuestro amuleto, nuestro mirlo, se nos había ido. 


En fin. Te acuerdas la vez que nos peleamos en la Westmount, en el bar de Sherbrooke. Rompiste la fonola de aquel lugar solo porque alguien había puesto un tema que a ti no te gusto ¿Cuál era? Bueno, no importa. En vez de matarnos a piñas, les diste todo el dinero que traías y le dijiste que no te sacarían un centavo más. Ni siquiera miraste a los jóvenes que habían tocado la canción. Qué revuelo era aquel tumulto en un lugar tan tranquilo. Puras mojigaterías , aquí en Nueva York nadie se daría la vuelta a mirar lo que pasaba .

Todo eso es parte del pasado, ya ni siquiera sirve de unión, quizás Jane sea lo único verdadero que ahora nos une. 


Me dio risa que mencionaras lo de la pequeña casa en el desierto. A ti, que te debes a tu cuidada burguesía, debe parecerte una locura. Es verdad que la hice, la formé con mis propias manos. Solo. La levanté durante incontables días. Y era un páramo, y era hermosa y pequeña pero mía. Y la quise durante un tiempo, inacabada, maltrecha, pero mía. Todos tenemos nuestra pequeña casa en el desierto,  anhelamos ese páramo propio, esa lejanía de todos. Para algunos la pequeña casa es el trabajo, o el juego. Algunos la construyen en un matrimonio o en muchas parejas. Para otros son los libros, la música, el baile. Ese pedacito del mundo que reclamamos y del que nos adueñamos es nuestra casita en el desierto. La tenía, la tuve hasta que Jane vino,  y ya no fue mía sola sino con ella, donde nos amamos y le di el mechón de mi cabello y donde la vi irse una mañana, volver contigo, dejarme otra vez solo en la casita. Perdiendo la casa, a ella, y a ti.



Porque te cuento esto ahora, quizás porque no solo pensé en ti estando allá. Siento que es necesario que sepas que Jane fue la otra cosa que me ayudó a soportar todo aquello. Te escribo quizás para recriminarte eso de que la use, de que fue una más, de que destruí algo entre ustedes dos. Aunque reconoces algo de culpa en la carta, quise recordarte que tu matrimonio ya estaba roto cuando entre en sus vidas por así decirlo. No creo haber causado más que una resquebradura más, apenas un arañazo, e igualmente el castillo no se cayó, aún ella sigue contigo, aun se siguen amando. Quiero confesarte que lo único que me impide ir tras ella, llamarla, escribirle, eres tú. Porque en cada pulsación, en cada beso que me prometió robarle, detrás de sus ojos, en el fondo del iris, en el dejo de su aliento, en sus manos, estabas tú, ella no te había exorcizado, ni lo hará nunca hermano, por eso desistí, por eso me fui y la deje con el corazón roto y turbado, porque eras una sombra en ella o viceversa.

No me pidas más explicaciones que las intento darte aquí, y si quieres léele esta carta, o dile lo que te digo o no se lo digas y deja que me odie, que te odie a ti cuando le recuerdas a mí. Eso lo dejo en tus manos, tu que sabes bien qué hacer en la vida y no andas de paria. La dirección que pongo en el remitente ya no existirá, la pongo porque la extrañare, porque allí pasé los mejores momentos con Jane cuando creí quitártela, cuando creí que el amor era puro y verdadero y no la mezquindad y el dolor que resultaron (una más de las tontas ilusiones que nunca pude cristalizar) 

Hermano, te repito, no me encontraras en esa dirección ni en ninguna otra, no me busques. Quizá si se lo permites conservar lo único que quede de mí en sus vidas sean el recuerdo del dolor y físicamente, el mechón de cabello que le regale a Jane.





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