De viajes y ansiedades
Desde que empezó el viaje me estuve preguntando a dónde iría. Queda claro que viajar es contra mi voluntad ya que no puedo hacer mucho al respecto. Me pasa seguido, me veo como un aventurero, un tipo dinámico, en movimiento, pero yo no soy así; me gustan la calma de mi hogar y las charlas que escucho mientras me hago el distraído y me quedo quieto. A veces me abstraigo igual, me quedo pensando en los viajes que pude haber hecho y nunca se animaron a hacer, o sobre las voces que escuché alguna vez, algunas que se me quedaron grabadas, voces graves y resueltas, voces agudas e intensas o esas voces apagadas y tristes que prefiero olvidar. Lo que más me gusta es la música que puedo escuchar de fondo, mientras las charlas animadas la obvian, yo me inserto en los compases y en las melodías, en los sentimientos que se desprenden de las letras. ¿ Cómo pueden estar ahí hablando del tiempo o del vecino o de política ( aunque el tema más recurrente es el trabajo, que gente por dios) mientras suena Lover Man o The Labyrinth Song.
En este viaje, supuestamente distendido, hay una palabra que escucho mucho, que me hace acordar un poco a mí, pero que es nombrada como algo malo, evitable, insufrible. Estos dos que me pasean la nombran mucho, la comparten, la saborean casi en la lengua, se enredan en su significado, le dan una entidad poderosa, la describen como a una llaga en la punta de la lengua o a una piedra en un zapato, con ese placer masoquista de ahondar el dolor, de compartir algo en común, de saber que siente el otro .
Yo no entiendo cómo pueden sentirse paralizados, helados, quietos, aterrados siendo que pueden ir y venir donde les place. Que pueden elegir dónde moverse, de donde salir, como escapar, sin ningún impedimento físico (¿ que queda para mí entonces no?) hablar de cárceles invisibles, de hilos trémulos en los labios, de quietud y de ganas de correr, corra mijo, corra. Pero no corren ni escapan y se lamentan con cantos que se parecen a los de un ave que lamenta su encierro sin notar que la puerta de la jaula está abierta, y que el cielo tangible está ahí nomás.
La prueba más grande para la libertad (o la paz) es poder quedarse quieto sin volverse loco.
Suficiente charla de quejas y padecimiento, prefiero ver los paisajes, los árboles casi abstraídos por el invierno o las vías patinadas por el óxido. Algo (no se que) tienen estos vagones en común conmigo, quiero decir, se pensaron para viajar, para moverse de un lugar a otro y ahora descansan en este cementerio de otro siglo, abordado los fines de semana por gente lo suficientemente inquieta para viajar, pero apenas osada para irse más allá de unos kilómetros. Aquietados, trémulos, abstraídos, estáticos, oxidándose con el correr de los días y la lluvia, esa lluvia que debería llamar al amor y al éxtasis, asolados por pájaros inquietos que cagan y vuelan y no se refugian de la lluvia porque refugiarse de la lluvia es como hacer el amor con los ojos abiertos o besarse con amargura en los labios, una pérdida total de tiempo. Yo me quedo un poco acá, porque nunca nos vamos del todo de ningún lado, algo se aferra inútilmente a los lugares donde somos felices o infelices, un rastro de esencia, una nostalgia de quien sabe que pero para qué saberlo, como si eso bastara para algo, como si no fuéramos todos unos muñequitos llevados por manos invisibles hacia donde pensamos que queremos ir.
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