La X Incompleta







Desandando San Juan llegó hasta la esquina de Piedras. Espero ver la antigua farmacia Boedo, brillante con sus escaparates llenos de tónicos y remedios, pero ya no existía. Era una falacia flotando en sus recuerdos.

Caminaba despacio pero seguro. La renguera era uno más de los síntomas de la vejez. La pierna izquierda, le dolía como si estuviera por desprenderse cada vez que caminaba por mucho tiempo. Se detuvo a mitad de cuadra y miró su reflejo ahumado en el vidrio de una tienda. Por un momento creyó ver a su  padre en la imagen que se le devolvía. El mismo peinado lacio hacia atrás, las mismas ojeras que le daban un aspecto seguro y desganado. ¿Hacía cuántos años que no se miraba en un espejo? ¿Hacía cuánto que no volvía al barrio desde que se había ido, escapando, sin tener tiempo a mirar con ojos de despedida? Ahora era tarde, ese ya no era su barrio, ni esas sus calles, el hambre implacable del tiempo lo había devorado todo.

Con nostalgia y dolor se puso en marcha, alcanzó la siguiente esquina y encontró el único lugar que había resistido, el café Humboldt. La madera de las ventanas parecía nueva, estaba barnizada hacía poco y relucía bajo la luz tenue del atardecer que todavía bendecía el bar. Cuántas veces había desayunado allí, luego de las noches recorridas con salvajismo, en la juventud, cuando todo parecía eterno e interminable. Cientos, miles de cigarros habían muerto en sus manos en ese lugar. Cuántas botellas y cuántos amigos. Todavía podía recordar el perfume herético que el Humboldt despedía los sábados a la noche, la vitrola automática a todo volumen, la música acompañando el salvaje vals de la juventud,  dioses de un dos por cuatro, enfermos en su clínica bohemia sin futuro.

No quiso entrar, por si todavía quedaba algún rezagado. Aunque habían pasado casi cuatro décadas, no creía poder tolerar ningún encuentro. Tener que tratar de extraer de algún maniquí tétricamente envejecido el rostro de un amigo, o un compadre. Quizás algún amor que lo hubiese esperado todo ese tiempo, con el maquillaje y el perfume de otro tiempo. Una caricatura esperando a otra caricatura. No.

Siguió y poco más adelante encontró la calle que buscaba. Lo único que alcanzó a reconocer, mientras una fuerza melancólica le apretaba el pecho, fue la casa. De su belleza solo quedaban restos, estaba venida a menos, olvidada y vacía, muerta en el tiempo. Cruzó la calle hacia la vereda opuesta y ganó la altura de la casa para verla de frente. El impacto fue mayor, la ruina de las ménsulas de los balcones habían desnudado los hierros de soporte, que lagrimeaban óxido. De la cornisa apenas quedaban vestigios y los postigos de madera de las ventanas eran los únicos que, resistiéndose al tiempo, se mantenían en sus lugares, como múltiples ojos serenamente dormidos. Cruzó hacia la casa y probó la puerta que cedió sin problemas. Entrevió el primer patio a través de la puerta cancel. Tuvo que luchar para abrirla y cuando lo logró el chirrido lo estremeció. Avanzó sin querer mirar a su alrededor, las puertas de las habitaciones del conventillo tenían nombres que él no quería recordar. Su rumbo fijo lo llevó al segundo patio, pasó junto al aljibe marmóreo, junto a la puerta de un nombre de mujer que había logrado olvidar. Entonces se encontró frente a su antigua habitación, el inhumano rincón que bajo la escalera alcanzaba a pagar.

Sobre la pared en pendiente de la escalera, que había sido techo de su pieza encontró las cruces. Pasó los dedos por las marcas, una por cada enemigo ajusticiado. La primera cruz para Pereira, el del bar de Junín. La segunda para el mulato del baile de año nuevo que lo había injuriado con palabras soeces. La tercera en vano, apenas un rostro deformado con el tiempo, una cruz sin motivo.  Cuarta cruz Hernán Molina, buscada mucho tiempo entre los dos, suya por muy poco, un tropiezo, y la suerte que lo ayudó cuando ya se veía muerto. Sexta cruz, o media cruz, inexplicable, la incompleta.

Treinta y ocho años atrás el destino lo había enfrentado a su mejor amigo, Juan Solís,  compañero de andanzas, pierna de tantas noches. Nunca supo si fue el alcohol o la Cocó, el largo trajín de desavenencias que habían tenido ese año, o el amor de Helena. La causa quizás no era una sola. Lo cierto es que la puñalada le había dolido durante esos largos años como si hubiese sido reciente. La otra, la que él acertó luego, le dolía mucho más.   Apenas la había causado había corrido a buscar las pocas cosas que tenía en la pensión para irse de raje, y no sabía por qué causa había marcado una sola pata de la cruz en la pared. Quizá tenía esperanza de que su herida no fuera tan grave, eso sabía que hubiese sido difícil porque el acero se había perdido entero en el pecho de su compañero mientras Helena ahogaba un grito desesperado. Quizá no se atrevió a marcar la X completa porque sabía que había perdido, que Helena, rechazando su mano, se quedaba con el herido.

 El patio, la pensión, se le volvió insoportablemente triste. Empezó a faltarle el aire. Salió intempestivamente y apenas ganó la calle se encontró caminando hacia el sur. No pensaba, se dejaba llevar, cruzó calles anegadas, faroles que se habían rendido a la noche, perros y nenes abandonados en las calles pero él no prestó atención. El dolor en la pierna  ya no le molestaba o de tanto doler había desaparecido. Una idea o una obsesión latía en su espíritu. Al cabo de un tiempo imposible de medir, se encontró en La Boca . Entendió dónde había querido dirigirse. Tomó la calle, la recorrió unos minutos. El barrio estaba oscuro y callado y creyó que nada allí  había cambiado en todos esos  años. Como si el tiempo y la historia lo hubieran resguardado. Quizá, su mente le proponía un espejismo.

 Encontró la casa, la contempló taciturno, indeciso. Lo distrajo una voz de mujer que lo llamaba. — Buenas ¿necesita algo? ¿Se encuentra bien?— Le dijo una mujer detrás de la reja frontal de la casa. No la alcanzaba a distinguir bien. La sombra de la puerta resguardaba su rostro. —Sólo iba de paso y me detuve a ver la casa. Un amigo de la infancia vivió en ella—respondió él mientras seguía contemplando la fachada. —Ah, y...¿como se llamaba su amigo?—inquirió la mujer, ahora interesándose más. — Solis...era su apellido....—Solis...Juan Solís?— pronunció la mujer y se apoyó contra las rejas. La pobre luz de algún farol perdido le iluminó débilmente la cara. Era morena y de rasgos suaves. El pelo le caía apenas ondulado sobre un costado de la cara. Unos ojos pequeños y tristes brillaban ante la curiosidad. En la boca de finos labios asomó otra pregunta.—¿Usted conoce a Juan, a mi padre?— Lo conocí— respondió él —hace muchos años, en otros tiempos. Solía frecuentar el barrio entonces —. El rostro de la mujer se le reveló imposible, no podía ser Helena. Entonces comprendió porque ella se había quedado con el moribundo. — ¿Quiere pasar? Debo mostrarle algo ya que usted fue amigo de mi padre — dijo ella. Él dudo ¿Qué era lo que quería mostrarle? ¿Por qué aceptaba su historia tan rápidamente?—No tomará mucho—dijo ella y le sonrió con unos dientes blanquísimos—. Él por alguna razón creyó razonable entrar. Se acercó y la puerta  crujió al abrirse. La mujer cruzó el zaguán y desapareció en la oscuridad de la casa, unos segundos después se escuchó su voz.—Sígame—. él notó una mano apenas perceptible en la oscuridad y se dirigió hacia ella. Apenas si podía caminar, cuanto más avanzaba menos veía y tenía miedo de tropezar. Aguzo el oído para seguir las pisadas de la mujer. Olía a humedad y encierro. Un aroma más dulce surgía de a intervalos, el perfume de la mujer dejaba su rastro. Dos veces estuvo por chocar contra una pared. En la última vuelta vislumbró apenas un resplandor, un cuarto al fondo. Creyó oír murmullos. Cuando estuvo más cerca reconoció la voz de la mujer que hablaba muy despacio. Por fin llegó a la puerta del cuarto. La habitación parecía más amplia de lo que la luz de una lamparita llegaba a iluminar. Felisa pasó rozándolo y le pidió perdón por la penumbra. —La luz lo pone nervioso—le dijo y la perdió de vista hasta que la vio reaparecer junto a la luz que aumentó de intensidad. El débil brillo del vestido de Felicia apareció y a su lado, dos pequeñas esferas que nacían de la nada. Aproxímese—pidió Felisa moviendo la mano amigablemente—. Él se acercó—Parece despierto pero duerme—dijo ella— siempre duerme con los ojos abiertos. 

Entró en pánico pero trato de disimular, estaba ahí, en esa litera, Juan Solis, y seguía casi igual que la última vez que lo había visto. Detrás del pelo largo y la barba crecida el rostro que había querido olvidar cuarenta años antes seguía impávido, hasta terso, como si no hubiese envejecido. —Padre,despierta, te han venido a visitar—murmuró suavemente Felisa. Solís hizo un rápido movimiento de ojos, pestañeó como si intentara despertar de un sueño y clavó sus ojos en él. Movía los labios como si intentara arrancar de su garganta algún sonido, pero el sonido era débil y quejumbroso y no se lograba entender. —Acerque el oído para escuchar mejor— le pidió Felisa y se apartó de la cama dejándole el espacio. Él avanzó lentamente hasta ganar la cabecera de la cama y se inclinó sobre el oído del moribundo.— Al fin volviste—Escuchó de su boca—Peor que un hombre cobarde es uno sin memoria. —Si, he vuelto, pero no comprendo, cómo, cómo es posible—contestó aterrado—. — Es posible y en el fondo lo sabías, pero preferiste la incertidumbre a la verdad—Juan, te juro que si sabia...-—-No— lo interrumpió Juan— basta de excusas, tomá — poniendo un puñal conocido en su manos—¿Lo reconoces? Terminá lo que empezaste y dejáme morir de una vez. 


Caminó como cuando tenía veinte años de regreso, enumerando los aciertos y los desaciertos, la inhumanidad que había perpetrado y que nunca se había extinguido. Su pasado lo había esperado todos esos años, como una maldición también había perpetuado la traición, su cobardía. Volvió a entrar en el conventillo, ahora apenas iluminado por la luna. No parecía abandonado, sino todo lo contrario. Como si todos los cuartos respiraran en la noche. Creyó ver la luz de una lámpara encenderse en la planta alta. No le prestó atención, fue bajo la escalera, limpio el cuchillo en su camisa, completó la cruz.


Comentarios

José A. García ha dicho que…
Algunas cosas son más difíciles que otra, más cuando los recuerdos comienzan a ganar tanto peso que no sólo ns arquean la espalda...

Saludos,

J.

Pd. Excelente texto.
Matías Altamirano ha dicho que…
Gracias José por tu comentario.
Saludos.

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