El Fuego

 

                                              





Cada vez que ganaban una guerra y sometían un pueblo, como señal de conquista, hacían el ritual.

Consistía en tomar al líder de la tribu vencida y atarlo a un poste, cualquier árbol lo suficientemente erguido que se limpiaba de ramas y se pintaba de rojo. Sobre el poste se lo ataba completamente, con muchas pasadas de cuerda, por lo que sólo los ojos quedaban descubiertos. Antes de atarlo, se lo untaba con una melaza, un preparado con especias y miel salvaje y otros ingredientes que sólo el Chamán conocía. El enemigo al principio cooperaba, no entendía qué le harían pero apenas quedaba totalmente inmovilizado, empezaba a gesticular con los ojos desorbitados, aterrado de no poder moverse, casi de no poder respirar por las ataduras.

Luego de inmovilizar a la víctima, los líderes y sus cercanos se dedicaban a comer y bailar, bebían además de un fermento, que los exaltaba y los volvía aún más salvajes de lo que eran. Los integrantes de menor rango se ocupaban de los detalles de la conquista, del incendio de las chozas que no se utilizarían, de la separación de las mujeres y los hombres y del acopio de las armas y las provisiones.

Para cuando la noche estaba muy avanzada, se encendían fogatas alrededor del poste para iluminar esa masa con ojos, que ya no miraba, que se había resignado a la inmovilidad y el silencio. A los vencidos se los obligaba a arrodillarse en círculo frente al poste, para mirar, y no se permitía que corrieran la cara. En determinado momento, cuando el fermento había exaltado a los vencedores, que gritaban como desaforados por la excitación, se traían unos recipientes y se ponían alrededor del poste, rodeando al inmovilizado. En cuanto las hormigas (las llamaban “El Fuego”) percibían el ungüento con el que habían pintado al condenado, comenzaban a sisear violentamente, todo el conjunto parecía una bestia unánime. Los recipientes, que estaban tejidos de alguna especie de junco, comenzaban a mecerse y a vibrar. No pasaba mucho tiempo hasta que lograban hacer un agujero en alguna parte debilitada y comenzaban a salir, a raudales. se dirigían con toda prisa, desesperadas, hacia el poste. Los ojos del condenado, que había contemplado todo el asunto sin entender qué sucedía, se volvían totalmente blancos, se desorbitaban, querían gritar lo que la boca no podía. “El Fuego” tomaba a la víctima, pasaba las ataduras, se movía por dentro como la sangre corre por las venas, y devoraban y destruían el cuerpo del vencido. Todo sucedía frente al pueblo que era obligado a ver el castigo, sin posibilidad de intervenir ni dejar de mirar. Veían cómo las ataduras se teñían de rojo, como se aflojaban porque dentro las hormigas iban devorando al condenado, lo iban engullendo. Para cuando todo terminaba, generalmente al amanecer, en el poste quedaban apenas unos huesos apilados, y unas cientos de hormigas que seguían consumiendo lo poco de carne que quedaba. Recién ahí se permitía a los prisioneros dejar de mirar el poste, volver a sus nuevas casas cárcel, entendiendo que habían sido vencidos, que “El Fuego” era el inicio de muchas nuevas pesadillas.


Comentarios

José A. García ha dicho que…
Excelente.
Por un momento pensé en el collar de fuego, pero no, es mucho más interesante la manera en que se presenta en tu relato.

Saludos,
J.

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