El desgraciado




Rodríguez se levantó con el sol casi rayando el mediodía. Un dolor de cabeza, sumado al hecho de haber dormido poco y fuera de horario, le producía la sensación de que dentro de su cerebro se estaba librando una batalla feroz. Hacía ya un año que trabajaba como guardia de seguridad en horario nocturno pero aún no había logrado acostumbrarse a dormir de día. El sol que se filtraba por la persiana atascada que nunca había arreglado y el ruido bullicioso del mundo en marcha lo desvelaban cuando intentaba conciliar el sueño luego de cada jornada de nocturno trabajo. No ayudaba tampoco que su mujer no tuviese la menor intención de realizar las tareas domésticas sin alboroto, aun cuando él se levantara y le pidiera silencio de las maneras más dulces hasta llegar a los extremos más furiosos, ante los que ella, sin decir palabra, suspiro de por medio, apuraba el quehacer derribando todo cuanto podía hacer estruendo, chocando con fuerza los cubiertos contra el lecho de la pileta de la cocina, rompiendo de vez en cuando algún plato por la rusticidad con que fregaba y haciendo de la escoba casi un instrumento de percusión al barrer sin cuidado, llevándose todo por delante con el palo. Ante éstas y otras muestras de desconsideración, Rodríguez se retiraba callado y vencido por los bostezos, casi arrastrando las pantuflas viejas y ennegrecidas. Ya en su cuarto, daba vueltas consiguiendo de vez en cuando conciliar por breves minutos algo de sueño, hasta que más cansado que si no hubiese dormido nada se levantaba casi sonámbulo a comer lo que hubiese de comestible en la heladera.
Ese día no era muy diferente a otros salvo por el hecho de que en la noche anterior se había enterado que sería despedido al finalizar el mes. Mientras desayunaba en la hora en que la mayoría almorzaba, se puso a pensar en su mujer. La señora Rodríguez todos los días luego de limpiar estruendosamente la casa se iba a hacer trámites y cosas pendientes, cosas que Rodríguez nunca había intentado comprender y volvía casi cerca de la hora en que él se iba hacia el trabajo. Solo ahora se preguntaba cómo es que todos los días había algo para hacer por su mujer fuera de su casa. Aniquiló una idea que intentaba asomarse en su cabeza y se puso a pensar en la tranquilidad y el silencio que reinaba a su alrededor en ese momento. ¿Por qué no podía ser así cuando el intentaba dormir? Masculló una maldición que seguramente le correspondía a su señora y solo salió de sus pensamientos cuando vio como lo miraba fijamente el loro que su mujer había traído a la casa algunos meses atrás.
Nunca le había prestado atención al animalito y ahora que lo veía bien entendía porque había sido regalado. El plumaje plomizo, descolorido y poco abundante hacía pensar en la mala alimentación y cuidado del que había sido víctima; le faltaba la cola y tenía al descubierto una cavidad oscura que en otro tiempo había albergado un ojo.
Rodríguez recordó que el nombre del loro era Valentín. Nostálgico al rememorar cuánto le gustaban de niño los animales, se decidió  a jugar un poco con el animalito. 
Se levantó y acercándose lo saludo.  
— ¡Hola!— exclamó —. Pero el animal no contesto, solo movió un poco el cuerpo sin girar la cabeza ni apartar los ojos de Rodríguez. 
— ¡Hola!—. Volvió a insistir cariñosamente, pero el animal no contestaba y en cambio seguía  en la misma postura. 
— ¡Encima no habla!— dijo escandalizado—. — ¡Que animal de mierda! 
Apenas se había sentado de nuevo en la silla cuando escuchó — ¡Señora Rodríguez! ¡Señora! ¡Béseme de nuevo!—. 
Rodríguez miro extrañado al animalito y enseguida le preguntó: 
— ¿Qué dijiste?— a lo que el ave respondió — ¡Señora Rodríguez! ¡Señora! ¡Béseme de nuevo! 
¿De dónde había sacado esa frase? Empezó a preguntarse, hasta recordar que su mujer le había dicho que el loro se lo había regalado el vecino del departamento de al lado, el tipo que siempre tenía algo contra él. Habían tenido discusiones por casi todo aquello por lo que se puede discutir y, aunque no llegaba a entender el encarnizamiento de su vecino, Rodríguez lo aceptaba y  se había hecho la costumbre de seguirle el juego. Di Santo, el vecino, siempre tenía algo con que fastidiarlo.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por Valentín que seguía repitiendo la misma frase y aunque Rodríguez avanzó hasta el animal decidido a bajarlo de su pedestal de un golpe, se detuvo en cambio para sentarse en una silla vieja y desvencijada. Mientras pensaba en todas las miserias de su vida, se dio cuenta de que esta era la gota que rebalsaba el vaso, ya no había honor que defender, ¿de qué serviría hacer justicia con un animal que solo repetía por fonética lo que había escuchado casi todos los días seguramente en su propia casa? En realidad estaba ya hastiado hacía tiempo de su mujer, de su trabajo esclavo y de su estúpida vida en general. Generalmente se piensa que las decisiones importantes (como quitarse la vida) se toman luego de mucho pensar y analizar, pero a Rodríguez le ocurrió de súbito. Entonces levantó la vista como buscando algo y cuando vio el cable de una plancha que su mujer le había dicho que tenía que reparar, supo que hasta ahí llegaban sus fuerzas. Se levantó, tomó el cable y lo aseguró en un gancho que en un tiempo había sostenido una maceta, sobre el umbral de la puerta ventana que daba al balcón. Hizo el nudo correspondiente en el otro extremo, acerco la vieja silla donde había estado sentado, se subió y se la colocó en el cuello. Cuando estuvo en posición se dio cuenta de que quedaba enfrentado al pedestal donde Valentín, cada tanto, seguía repitiendo la misma desafortunada frase. Entonces giró y miró hacia el horizonte celeste mientras buscaba valor para dar el paso en falso y acabar con todo eso. Se atiborro del paisaje y pisó el vacío.
Pero quiso la suerte que cuando Rodríguez dio el paso decisivo y se dejó caer de la silla, la soga se estiro y lo dejo casi arañando el suelo con las puntas de los pies a la vez que hizo girar su cuerpo, dejándolo frente a frente con Valentín. La posición de la soga en su cuello no le dejaba respirar bien, pero tampoco lo asfixiaba ni le permitía desatar el nudo. Por lo que Rodríguez quedo a medio morir lentamente sin poder escapar de su torpe trampa, mientras Valentín lo miraba fijamente sin girar la cabeza, moviendo su cuerpo de un lado a otro como si se tratase de un baile, mientras repetía una y otra vez:
— ¡Señora Rodríguez! ¡Señora! ¡Béseme de nuevo! ¡Antes de que vuelva su marido! 

Comentarios

Effy ha dicho que…
wow que facilidad tienes para escribir me gusto.

PD: nos seguimos?
Matías Altamirano ha dicho que…
Gracias, Effy, como no...

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