De ciudades y pertenencias









La ciudad nunca me perteneció. La recorrí, es cierto, con otras manos, con otras caras. La conocí en madrugadas hipócritas, fingiendo que la diversión de tragos y bailes me significaba algo, aunque sea diversión. Pero no,  siempre se me negó, siempre me camino por el costado. Aún en los días del colegio, aún en los días de trabajo, aún la primera vez que la vi, dura e imponente, perdida pero orgullosa en su ritmo, con ojos de niño. 

Buenos aires nunca  me había pertenecido como esa noche, donde los bares estaban cerrados, donde los museos se negaban a romper el puntual y sagrado horario de funcionamiento. Te seguí, por esa ciudad negada cómo siguen las hojas al viento ( y ni las metáforas me salen bien ahora) y me llevaste a un parque destruido, a una barranca sin escalones, a un río olvidado bajo el cemento.

¿Cómo iba a saber que la ciudad, negándoseme cómo siempre, en realidad se hacía mía, me aceptaba triste y taciturna, me llamaba a la delicia de un patio a media luz, de un banco fantasmal, de una boca convulsionada?

No podré nunca más caminar esas calles de piedra, entre esos balcones sin pertenencia, sin sentir la leve caricia de tu mano, el tibio aliento de tu boca, mi torpe risa que alborotaba las esquinas. No podré pisar otra vez buenos aires sin sentir que fue mía esa noche,  qué dejó que escriba en sus calles la historia mas linda, los versos más tristes, las esperanzas más vivas.

La ciudad sigue sin pertenecerme. Vos también. Pero algo de los dos se quedó anclado en esas calles. Quizá, irónicamente, nosotros le pertenecemos a la ciudad.


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