La espera




 Miguel Ángel Britos ésta recostado sobre un árbol. Sufre nervioso el paso de las horas. También sufre el frió de la noche. Está seguro de que nadie podrá distinguir su figura que se funde  y se integra con la silueta del árbol. Al parecer, por la soledad que reina a esas horas avanzadas, hasta la luna dio por terminada su jornada y no muestra su cara. Todo está sumergido en la oscuridad y el silencio en el barrio. Por momentos, Britos torna a tocarse el pecho. Apenas si siente su corazón. Le late terriblemente despacio, como si lo tuviera oxidado. Una picazón en la garganta lo obliga a toser repetidamente, pero trata de hacerlo los más suave posible. No quiere ser delatado. Ha estado esperando por horas, ya no sabe cuántas, pero han sido muchas y está verdaderamente esgunfiado. Escupe a un lado y la tos se le calma un poco. Anhela un vaso de alguna bebida espirituosa para calmar la sed agobiante que le reseca la boca. También anhela entender cómo, un tipo como él, un cobarde con historial, espera tan paciente, con tanta decisión, al hombre que tendrá que matar.
La cuestión no es demasiado complicada. La noche anterior, mientras improvisaba un tango en un burdel, rasgando la guitarra como un loco; quizá por el alcohol, quizá por una inentendible decisión de autodestrucción, ha ofendido al Guapo Salazar. La letra le ha venido fácil, sabedor de la mala vida del guapo y del pasado de su mujer, le ha dirigido unas estrofas osadas, que han sido festejadas por toda la muchachada del lugar. El Guapo la cazo al toque y se le enfrentó apenas se destemplaba el último acorde, mostrándole el brillo de su puñal y apurándolo a medirse. Britos despertándose del fragor del alcohol se encontró casi obligado a pelearse con uno de los matarifes más famosos del arrabal. Pero ni el alcohol le ha hecho olvidar que él nunca se ha medido ni ha peleado. Que nunca ha tomado siquiera  un cuchillo para hacer alarde y ha desestimado la exigencia de pelear. Apoyando su guitarra a un lado con cuidado, se ha dirigido a la barra a pedir un trago más. Ofendido, totalmente lleno de ira e impotencia por el rechazo, Salazar ha tomado la guitarra abandonada de Britos y la ha estrellado en el piso sucio, destrozándola en mil pedazos y riéndose como endemoniado mientras los curiosos se asomaban a la escena para husmear. Britos ha sentido revolvérsele las tripas al escuchar el estruendo de las cuerdas que han sonado por última vez. Se ha dado vuelta, ha visto lo que ha hecho su enemigo reciente y se ha dirigido hacia él (en su fantasía). En realidad se ha dirigido hacia la puerta, ha pasado al lado del Guapo sin mirarlo, sin atreverse a mirar esos ojos a la espera del desafío, ha abierto la puerta del lugar y sin mirar atrás ha salido del piringundín,  mientras tras él estallaban gritos de victoria mezclados con otros de lamento por la pelea no realizada.
Por eso Britos está allí, por eso espera al Guapo para liquidarlo. Sabe que la única manera de vengarse, la única forma en que podrá triunfar sin exponerse a ser acuchillado con facilidad es cuando Salazar este bien en curda y desprevenido. Cuando llegue a su casa como tantas madrugadas, hecho una piltrafa, ciego de tanto alcohol. Sabe que si no lo hace (y también se lo ha dicho el Tanito) no podrá pisar más ni ese ni ningún otro burdel del barrio. El Guapo los maneja todos, es hombre de confianza del dueño de la mayoría de ellos.
Con lo que le gusta a él frecuentarlos. Bailar unas milongas tristes mientras la curda juega su papel y lo enajena del mundo por unos instantes, mientras se vuelve uno con la música y se olvida de los amores perdidos; del dinero que debe, del alquiler sin pagar. Es en esos antros donde lo han apodado el “gusano” por su manera de bailar, por esa extraña manera de contornease tan parecida a un gusano en el lodo. Sabe que no podrá olvidar aunque quiera las noches de parranda con la Francesita. No quiere (no le da la gana)  buscar otros burdeles que esos. Entregarse a otros cuerpos que a esos extraños pero conocidos que lo sacian por una noche, que lo redimen como si fuera posible redimirse en la mugre, en los besos; en el olor a sexo y desesperación y alcohol barato. Pero también sabe que tanto en esos lugares como en otros, luego de las noches de juerga, se encontrara del mismo modo solo, tan angustiado y perdido como antes, sin saber porque busca ahí algo que no encontrara en ninguna parte. Cada vez más convencido de que su destino es simple, vagar sin rumbo por la vida como un barco sin faros a la vista, tanteando a ciegas el rio de cemento que se extiende al lado de ese otro rio indiferente.
Se siente un tirado, un bueno para nada, una lacra social que el tiempo se encargara de borrar. Como a una cucaracha que deber ser pisada y arrojada a un lado con desdén, con la certidumbre de que eso es lo que se debe hacer con alimañas como él, tan estériles para la sociedad.

Las rodillas le empiezan a doler y cambia de postura. Intenta liar un cigarro pero no puede, la oscuridad es total salvo una débil luz que alumbra la esquina por donde espera venir tarde o temprano al condenado. Ya está acalambrado por el frió que le cala hasta los huesos, pero espera. Tiene que esperar, debe esperar horas, días, quizá hasta siglos; porque no quiere morir sin probar el sabor de la venganza, ver la cara del hombre mientras le clava el puñal (que acaricia sin darse cuenta bajo el abrigo) hasta el mango.
Vendrá, tarde o temprano Salazar vendrá por esa esquina. No duda ni un instante del dato que le ha pasado el Tanito Brizuela. Apenas se enteró del altercado, el Tanito lo ha buscado por todos lados y lo ha encontrado en un café, donde Britos se refugiaba sin saber qué hacer. El Tanito lo ha animado a emboscar al guapo, si hasta le dio su propio puñal. En el café, mientras recordaban los años de la infancia, los juegos inocentes que habían celebrado de chicos, el Tanito le ha abierto los ojos. Debe hacerlo por el honor, primero y principalmente, pero también porque según el Tanito, Salazar llevara el dinero de las ganancias de todos los locales que regentea. A Britos la idea lo envalentona, le sugiere nuevos caminos. Empezar lejos de allí, quizá en el Uruguay, una nueva vida sin miseria y sin esa existencia sórdida que siente, lo está aplastando contra el piso. El Tanito le dice que lo ha planeado por meses, pero necesita a alguien más para que no sospechen. No puede vigilar y matar al Guapo, lo conocen demasiado como para no sospechar inmediatamente de él. Necesita a alguien que lo espere en el lugar mientras él lo entretiene y lo pone en curda con la facilidad acostumbrada. Britos le preguntó si no llevara custodia o armas, pero el Tanito dice que Salazar no es hombre de armas y que nunca va a su casa con custodia, tal es su prepotencia. El último burdel que visitara será donde se emborracharan juntos y está a no más de cinco cuadras de donde vive. Vuelve a asegurar que el guapo ira solo.
¿Puede confiar en el Tanito Brizuela? Britos lo conoce desde chico. Casi se han criado juntos, como si fueran hermanos. En la adolescencia le ha perdido el rastro. En su ausencia ha tenido noticias de que ha estado guardado en una cárcel del sur por homicidio, de que ha escapado durante un motín, de que ha viajado al norte hasta que las cosas se calmaran y un buen día hace unos meses ha vuelto al barrio. No sabe si es verdad todo lo que le han dicho, el Tanito ha cambiado mucho desde la última referencia que tiene de él. A veces parece un fiel compañero de parranda, una persona de ley como en la lejana niñez. Pero otras veces, más entonado por la bebida,  lo ha sorprendido su comportamiento ventajero, su aire de veleta que vendería su madre al mejor postor.
A Britos no le importa mucho confiar o no. Lo hará igual a final. No solo lo tienta la idea del dinero. Encuentra también en el peligro de la empresa otro destino que sospecha inexorable desde hace tiempo. ¿No desea desde quien sabe cuándo, una excusa para arrojarse al rio o amarrar a su cuello una soga y extinguirse? ¿Acaso no hay noches en donde a pesar de los nepentes de moda, del alcohol y la blanca, no encuentra más consuelo que pensar en apagar su cabeza de una vez por todas, aniquilando esa angustia que le carcome el alma?
No está seguro, porque por otro lado, también hay una especie de instinto de supervivencia que le alarma. Que le dicta una súplica para que salga de allí, para que escape sin arriesgarse a mancharse inútilmente las manos. Que escape y siga viviendo a pesar de su cobardía, que se aferre a la vida como un germen o un parasito se aferra a su huésped. Que viva, escondido y cobarde pero que viva.

Ya es tarde. Britos se despabila al ver una figura que apenas se distingue en la oscuridad. Recorre la calle de punta a punta en su vaivén de borracho mientras tararea una canción indescifrable. Apenas la luz de la esquina lo transfigura desde la sombra, Britos ve que es Salazar y va solo. También ve que lleva una cartera bajo el brazo.
Lo siguiente es casi automático. Britos mira a todos lados y cuando el Guapo llega al frente de su casa, se pone de pie y camina rápidamente hacia él. Cuando está a unos metros, mientras el guapo no acierta a colocar la llave en la cerradura por la curda, saca el cuchillo y lo deja brillar en alto a un lado de su cuerpo. El guapo, desistiendo el intento de abrir la puerta, se deja caer contra la misma y  lo ve. Sus ojos resplandecen, quizá por el alcohol o quizá por pura perversión,  pero no se abren enormes ni se le dilatan las pupilas como Britos se lo había imaginado. Entonces siente que un escalofrió  le recorre el cuerpo. ¿Qué clase de hombre no le teme a la muerte, por más que se agarre una curda como esa? No le importa, lo hará igual, aunque el sentenciado sea indiferente. Debe hacerlo antes de que el miedo y la cobardía lo hagan reflexionar. Avanza, lo toma por el hombro y en cuanto tiene la cara del guapo (que está sonriendo) frente a sí, le hunde el puñal hasta el mango. Salazar gime un segundo apenas y lo toma a su vez por el cuello. Se oye un estampido y a Britos un dolor penetrante le quema el estómago. Suelta el puñal y Salazar cae pesadamente contra la puerta de su casa. A su vez Britos también cae y se va desangrando poco a poco sobre la vereda mientras todo a su alrededor se va poniendo negro como si estuviera en el fondo de un pozo. No entiende lo que ha pasado pero no lo lamenta. Se siente un poco feliz de terminar así. Lo único que llega a  lamentar es no poder haber disfrutado de su venganza. No imagina la traición.
No sabe que el Tanito sostiene todavía el arma humeante detrás de él. No llegara a saber nunca que el Tanito Brizuela pone el arma en la mano muerta del Guapo, que toma la cartera con el dinero y  que se pierde en la oscuridad, silbando una milonga, rumbo al puerto.

Comentarios

Gavrí Akhenazi ha dicho que…
Este me gustó mucho. Lo llevaste con soltura y lo terminaste joya. Las correcciones serían mínimas, porque el texto marca bien. Hay una sola frase casi al comienzo, que te salió toda rimada y medio que rompe la armonía de la prosa del párrafo.

Buen cuento, Matías.

Lehit
Matías Altamirano ha dicho que…
Gracias Gavri, lo tendré en cuenta, saludos.

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