La Cena

 





 La invitación tenía mi nombre escrito a mano, con una letra firme y suntuosa, la tinta dorada resplandecía sobre el papel de seda blanco. Había llegado al asilo en el correo de la mañana y recién me lo habían entregado cerca del mediodía, junto con mi almuerzo.

La cita era en la parte vieja de la ciudad, un lugar que recordaba de mis tiempos de juergas y borracheras, en cuyos adoquinadas calles vomité alcoholes y derrame lágrimas, a veces al mismo tiempo. Sospeché que conocía el lugar, una especie de hacienda amurallada, escondida tímidamente entre los barcitos nocturnos de la ciudad vieja. Ya enlistado, me dirigí a la dirección y comprobé que era el mismo sitio que suponía.

Un viejo portón de hierro herrumbrado rechinó cuando toque el llamador. En la penumbra, una mano pálida que no pude distinguir me invitó a pasar. Como en muchas fiestas (¿era una fiesta? ¿acaso lo sabía? la tarjeta no lo aclaraba ¿acaso no acudía por mera curiosidad a quién sabe qué ceremonia?) las luces solo se encontraban encendidas en el salón. Todo el trayecto, pasando por un jardín oscuro, en el que el aroma a jazmín y a césped recién regado me trajeron infinidad de recuerdos, estaba a oscuras. Entré al salón, un frío y desolado pabellón del siglo pasado. Los espejos manchados frente a la entrada multiplicaban mi imagen y mi tristeza. Tuve ganas de llorar, de salir corriendo y volver a mi refugio, unas ganas estúpidas al fin ya que la ceremonia había empezado y debía ocupar mi lugar. El número de mesa estaba en la tarjeta. Busqué el 9 y me senté. Recién allí me di cuenta de que las mesas eran para un solo comensal, es decir que la mesa nueve solo me pertenecía a mi. De pronto tuve un fuerte dolor de cabeza, de esos que me obligan a cerrar los ojos y apretar las sienes. Cuando pasó el dolor y volví a abrir los ojos, todo el salón estaba lleno, cada uno sentado en sus respectivas mesas, pero la penumbra me impedía distinguirlos.

Al menos la música que comenzó a sonar era agradable, creo que era la Sonata para piano Nro. 2 de Chopin. Con las luces tan bajas apenas si podía distinguir a los mozos, que se movían espectralmente entre los comensales, trayendo la comida. Tampoco pude reparar en lo que servían, pero lo comí por cortesía, no era la gran cosa, no eran platos sofisticados, pero todos tenían algo familiar en el gusto, como si fuera comida que ya había probado en el pasado. Cuando terminó la comida, al frente del salón alguien empezó a hablar con solemnidad, como si recordara algo penoso. Distinguí llantos y congoja en varias de las otras mesas. Mi inapetencia y mi falta de interés no me permitieron indagar de quien se hablaba al frente, pero por alguna razón entendí que evocaban a alguien que ya no pisaba el suelo de esta tierra. No me alarmó descubrir que quizá aquello fuera un funeral y que cerca de mi, en una de las mesas de mi izquierda los ojos de un niño me escudriñaban en la penumbra, tenían todavía el brillo húmedo de la infancia. Sentía que había visto esa mirada antes.

Al frente, había tomado la palabra un joven de unos veinte años, que declamaba un poema de Poe y afirmaba, con la estupidez propia de la juventud, que no le temía a la muerte, que peor que morirse joven era morirse viejo y aburrido. No se si por la comida o por el alcohol (no recordaba haber bebido pero me sentía con la somnolencia del alcohol) me empecé a dormir sentado y soñé un sueño que era una vida, y ya no desperté.



Comentarios

José A. García ha dicho que…
Ya no había razón para despertar.

Excelente.

Saludos,

J.
Matías Altamirano ha dicho que…
Gracias José, un abrazo.

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