Setsuko










Deberíamos estar tristes? ¿Deberíamos sentir algo? Si somos humanos (¿Lo somos?) deberíamos.


No recuerdo qué hora era, ya no lo recuerdo ni lo quiero recordar. En ese entonces no tenía más de diez años y mucho de lo que ocupaba mi espacio de tiempo eran juegos y travesuras. Ir corriendo al arroyo a bañarnos con Setsuko o atrapar renacuajos de las zanjas. Setsuko siempre lloraba porque la había dejado atrás. Pero yo no tenía la culpa, mis pies no querían detenerse, debía correr, quería correr y sentir el viento en la cara y los pies sobre la tierra, avanzar y sentirme el más veloz del pueblo. Todo es más difícil cuando a uno le toca una hermana, siempre es más difícil jugar a los juegos que uno quiere porque hay que ir cuidando de que las niñas no se lastimen. Akiro por ejemplo tuvo suerte, él tenía un hermano y se llevaban poco más de un año de diferencia, por eso siempre iban juntos y jugaban casi en igualdad de condiciones. Con todo, igual me encantaba jugar con Setsuko, mirarle la cara llena de barro (cuando jugábamos a lanzarnos barro de la zanja) luego de que  se le pasara el enojo porque la había ensuciado. Solía relamerse el sudor de la cara y cuando sentía el barro en la lengua volvía a llorar y yo debía consolarla. Casi siempre le conseguía una florcita de por ahí cerca o un pececito colorido que saltaba en mi mano. Setsuko dejaba de llorar y tomaba la flor y la olía con un aspiración exagerada y se llenaba los pulmoncitos de perfume. O agarraba suavemente al pececito que se retorcía, lo acercaba a su boca y le susurraba que perdonara a su tonto hermano mayor por ser tan cruel, luego lo depositaba en el agua y el pececito salía nadando de prisa a esconderse de los tontos hermanos mayores. En la escuela, Setsuko era de las más pequeñas que asistía a clase. Era brillante pero algo inconsistente, siempre la regañaban porque se distraía mirando un  bichito que se había colado en la clase o alguna palabra que alguien había tallado sobre el pupitre. Cuando la retaban de improvisto, ella se asustaba y luego se ponía a reír, con una risa que recuerdo bien, estridente y cálida, sostenida, tanto que debían retarla de nuevo para que dejara de reír. Recuerdo su risa, pero no puedo recordar su timbre de voz. Recuerdo cómo hablaba, la manera, pero no su timbre de voz, no el sonido que hacían sus palabras cuando me decía “Hermanito Tonto” o “quiero dulces”.

Se me fue un día, cuando no tenía más de seis, se me fue de repente. Creo que nadie, ninguno de los chicos esperábamos que pasara lo que pasó, quizás los adultos sí, porque los adultos siempre piensan los terrores que los niños padecemos. Recién ahora, de grande, comprendo la maldad de nuestra especie. Ni yo, ni Akiro, ni siquiera Issei que siempre tenía miedo de todo tuvo miedo de esos aviones que aparecieron un día en el cielo y cambiaron la vida en infierno, el juego en muerte. Una muerte cobarde, maligna, injusta. ¿Qué culpa teníamos de lo que los grandes decidían en sus grandes despachos? ¿Qué culpa tenía Setsuko de ser Japonesa y no estar jugando en un jardín de Alabama?

Segundos tardaron las bombas en desatar el horror. No quiero recordar aquí esos momentos, quizás alguien  en algún futuro más perfecto que este pueda explicarme cómo puede algo así suceder en el mismo mundo donde nos amamos, donde nacemos y vivimos, donde levantamos a los que se caen y empujamos a los que empiezan a pedalear una bicicleta. Donde cocinamos pan y hacemos el amor, donde alimentamos una mascota o leemos un libro. Como puede existir tanto amor y tanta odio en un mismo mundo.

Cargue a Setsuko después del bombardeo en mis espaldas como otras cientos de veces la había cargado para jugar, para llevarla al arroyo o atraparle un pececito o una flor. Esa vez la cargué para que la cremaran. Esa vez entendí lo horrible y hermoso del mundo donde vivimos. 


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